Los trenes, los buses, los tranvías, son una postal a la humanidad. Una heterotopía de ideas. Piensa en cuántos libros han sido leídos en ellos, cuántos concebidos dentro de ellos. Ahí se han enamorado, de personajes, de tramas, ahí muchos han descubierto en qué creen, se han preparado discursos de ventas, pedidas de mano, y también han visto con el pecho vacío la verdad irrefutable de que el amor está muerto, en cada silla, en cada vagón un alma descorazonada o envalentonada ha encontrado la forma de prometerse a sí misma que hay una esperanza, o se ha convencido de que no queda alguna. La idea es simple, pero poderosa.
Era la línea H, una vieja línea habilitada hace poco. Justo en ésta se había vuelto a poner en circulación algunos vagones restaurados que en un país del primer mundo quizá serían museos, o departamentos de planeación en una agencia de publicidad; quizá serían restaurantes temáticos o decoración estrafalaria de algún aficionado a los trenes, pero aquí estaban en movimiento, en acción. Él descendía todos los días hasta la línea H y montaba en sus trenes y pensaba en Casares, en Luis, en Roberto, en Julio -montando en esos trenes, aunque no en la misma línea- enamorándose y descubriendo sus musas, los niños traviesos, los jóvenes viejos, mirando por la ventana persiguiendo la idea de un hombre obsesionado, de una mujer mágica, o de una llena de sazón.
Él, en su mente, no viajaba precisamente en el tiempo, tampoco lo hacía únicamente en el espacio. Viajaba en él mismo, junto a sí mismo, hablaba e intentaba desenredar esas ideas que a veces le llegaban. Imaginaba a estos hombres, en sus trajes finos y no tan finos, con los ojos aún encendidos, en búsqueda aún de sus palabras. No era como otros que se imaginaban a sí mismos imponentes y siendo recordados; su ejercicio consistía en remover de los altares a los endiosados y manosearlos hasta volverlos menos que humanos, en anonimarlos. Pensaba en sus nombres y no en sus seudónimos, en imaginarlos jóvenes, descuidados, y soñadores, en recordarse que ellos habían sido sombras al igual que él, no solo carne y huesos, NO, sombras, bocetos de sí mismos como él lo era, y que en sus mentes corrían quizá las mismas dudas, las mismas preguntas. No quería igualarse con ellos en lo grande y lo magnánimos, no era su fama ni su triunfo lo que quería vivir, era su humanidad descarnada, su sentir agónico, sus zapatos viejos los que quería ocupar. Para entender al hombre y no la obra, para eso están los críticos, pensaba, para eso están los demás.
En esos viajes donde veía aquello invisible, quizá también aquello sagrado, su intimidad anónima, su cotidianidad vívida. Pensaba en las rutas de sus cafés, en los maquillajes y los vestidos de la época, en el olor a pucho que con seguridad llenaría el vagón, en el olor de las calles, en el hedor de las gentes, en el paisaje de cojos y rengos por polio, en la tristeza de los rostros que crecían perdiendo hermanos, hijos y conocidos en diarreas y vómitos, en la vida fuera de ellos y en cómo los esculpía esa incertidumbre mágica de la ignorancia, en su letargo y en su imaginación potente, vigorizada además por la duda, por la imposibilidad del conocimiento, por la inexistencia del medio.
Alguno habrá imaginado tal vez que alguien los imaginaría corrientes, humanos. Pensó por fin al escuchar próxima estación, Colegiales.