Durante el día, Daniela sentía su cuerpo como ajeno, hipotecado, una especie de desalojo que era impuesto por los deberes: debe lucir, debe decir, debe ser… la monotonía, le cambiaba la ropa, prohibidos los colores vivos, las faldas cortas, la lencería, el maquillaje. De ocho a seis reinaba el tedio y el aburrimiento, la mojigatería, nada de piel, nada de volumen, nada ceñido; la moral era modista y le cubría la desnudez, luego con sevicia le pavimentaba la piel, la piel con bloques de tela, sin encajes ni transparencias, y después de camuflarle los músculos y las grasas, un lazo terminaba por amarrarle cualquier deseo sobreviviente y le domaba el pelo.
Así recorría la ciudad, así hacía su trabajo, los mandados, invisibilizada, sin sentir ningún cuello volviéndose para verla. Y cuando regresaba al internado sentía su esqueleto maltrecho, se imaginaba como una pila de huesos; y al caer la noche ella, con la voluntad hecha ganas, con la rebeldía hecha libertad, trepaba por encima de las imposiciones y huía a la biblioteca.
Allí se ocultaba hasta pasada la hora de dormir y regresaba al lugar donde quería existir. Al ojo, al Elogio a la Madrastra, a María Font, a Justine, a Juliette, a recorrer la Educación Sentimental de la Señorita Sonia y al sonar la última de las doce campanadas de la media noche, con una sonrisa rebelde y oscura perdía su poder hasta la última cadena del pudor, y cada letra leída conjuraba en ella la sed y el hambre del cuerpo. Sentía que cada página necesitaba ser reescrita en su cuerpo y entonces brotaban esas líneas, esos contornos que el día le había negado; de sus huesos nacían los músculos, su mirada reencontraba su carne, su grasa, su cuerito y se sentía al fin llena de vida.
Recordaba la palabra pezones, y de la nada veía hinchársele el pecho sobre sus costillas, más grandes, más ricas, más suaves, más provocativas, casi moldeadas por el deseo. Y entonces, hinchados y puntiagudos, como cereza del pastel, aparecían listas las teticas que más que esculpidas parecían recién chupadas, e imaginaba el sabor que quisiera darles, dulces para que las lenguas no se cansaran nunca de lamerlos, con sabor a café para despertar las ideas, e inflados por el aliento de los gemidos anhelados.
Y al recordar otras, como entrepierna, coño, pubis, o vagina, sentía un vacío frente a la pelvis. Como si el suelo le hubiera sido arrebatado un segundo. Como un salto a gran velocidad, y se transformaba en un yacimiento, en un río de colores, en cascada. Y veía desde allí que las piernas se le formaban y alargaban y al recorrerse de arriba abajo en el reflejo de los ventanales, notaba que sus caderas se ensanchaban y que las nalgas se expandían al fin.
Recordaba también el dolor, la alegría, y cerraba los ojos mientras sentía que perdía cualquier impedimento. Las taras que le tullían la imaginación, recuperaban la movilidad, y cuando menos lo pensaba estaba enfrente de la puerta del cura. Y entonces entraba en su cruzada de rasgarle la mente, desprenderle la sotana, e incrustársele en los huesos, de desprenderlo de sus moralismos y de arrodillarse frente a él para darle el aliento de la vida. Y regalarle los espasmos más intensos, hacerlo convulsionar hasta sentir el espíritu del deseo, y cabalgarlo, montarlo hasta revivir la pasión, y librarse de todo prejuicio, y dejarse caer en cada tentación con el jugo bendito de su vientre, inclemente y lujuriosa, reclamando lo que la mañana de nuevo le desterraría, a sabiendas que el precio de su naturaleza sería de nuevo un calvario al despuntar el sol. Quizá pasarían de nuevo semanas, quizá meses, hasta que no pudiera soportarlo más de nuevo. Imaginaba sus palabras en la mañana, cuando correría aliviada y culposa para torturarlo de nuevo: perdóneme padre, porque he pecado.