No ha salido el sol aún, pero los relojes ya cantan, canciones favoritas, alarmas nucleares, gritos de caricaturas o silbidos de pájaros gritan para despertar a la gente, sincronizados, pero no juntos, responden orquestados desde las 4:am hasta las 7:am sin parar, sin interrumpirte, cada 10 minutos suena una tanda de alarmas. Y tras cada una comienza una carrera, las duchas son largas y también cortas, las temperaturas varían, algunos se queman otros se congelan, los desayunos van de lo práctico a lo elegante; se rompen los huevos, se sirve cereal de la manera correcta -el cereal primero- y también de la equivocada, la leche primero; están los que antes de levantarse pueden revolcarse y echarse un mañanero delicioso, aun cuando por comerse se queden sin tiempo de comer.
Después corren, al ascensor, por las escaleras, a la parada de autobús donde todos se encuentran y represan, un río de gente, un mar de gente, que, en pocos minutos, con suerte, estarán reunidos como peces en un barco de pesca, juntos, tan juntos que parecerán íntimos, sentirán el sudor del otro, el aliento del otro, a veces con gusto y en la mayoría de los casos con asco. Afuera, individuos encapsulados viajan solos y se consideran más afortunados que las sardinas enlatadas de los autobuses, los colectivos, los transportes públicos en general; sin embargo su autonomía vale, vale horas en familia, con amigos, vale un seguro, y nafta, gasolina, gas… vale oxígeno, pero no importa, lo vale, no tener una gota de sudor ajeno e indeseable corriendo por la piel, no tener que sentir un pene flácido o tieso en un bus o en un metro, lo vale, no tener que sufrir porque entre tanta gente es imposible evitar el roce de sus penes o sus tetas contra espaldas, cabezas, nucas, culos ajenos, lo vale no tener que angustiarse por ser tildado de depravado cuando tan solo se está enlatado.
Están los otros, los aventureros, forajidos que escapan de los embotellamientos, como serpientes se desplazan por los canales, los espacios, serpentean el tráfico, y se burlan de los hombres pecera en sus carros y de las sardinas en sus transportes públicos, ellos, en su afán avanzan solos hasta que llueve y entonces como pequeños peces asustados se reúnen bajo arrecifes de pavimento, bajo puentes, techos, almacenes, se reúnen y se escampan, se esconden.
Ahí puedes ver a los audaces, mojado un dedo, mojado la nalga. Y caminan, o montan sus bicicletas sin inmutarse, crustáceos y moluscos son, indiferentes a toda vicisitud, continúan su camino como animal sin predador, inmutables, viéndose tan lejos de todo como se sienten, orgullosos de una rebeldía justificada pero insignificante, y aunque intentan ser imitados, lo cierto es que su comportamiento y su credo exige tanto y da tan poco, que, en lugar de compartirse, repele.
Las luces cambian lentamente, y los peatones se atropellan entre ellos, cuando hace sol aún con más fuerza. Hormiguitas angustiadas, corren con el peso de una lupa imaginaria, de una amplificación social sobre sus hombros, sintiendo el peso de lo que demandan de ellos; tengo que ser, tengo que llegar, tengo que estar, tengo que ir. Tienen todo menos opciones o decisiones. Hormiguitas y abejitas que más que obreras se esclavizan, y luego los zánganos, otros que disfrutan más su labor, se llenan de placer en su repetición, en sus embestidas orgásmicas, en su labor reproductiva, creativos monoproductores que se excitan con su día a día polvo tras polvo, adictos, todos adictos, al tabaco, al licor, a la adrenalina, al deber cumplido y los encontrás en todas las ramas, y en todas las profesiones, las horas trascurren, rápido y lento dependiendo de cada uno. Porque solo la percepción altera el paso del tiempo.
Al final retornan, agotados todos, agobiados, desmoralizados, descremados, desindividualizados, sintiéndose un cualquiera, uno más… y antes de dormir, programan sus alarmas.