Vicios

Hay un juego que todos conocemos y hemos jugado, es una de esas actividades adolescentes que nos llaman la atención, quizás porque el espejo nos hace la misma pregunta cada mañana después de los treinta: verdad o reto. Si bien es un juego que le permite a los niños incomodarse para enfrentarse a sus miedos, para vencer la timidez y aprender, de mala manera, que la vida enseña siempre de mala manera y que la ingenuidad después de los 12 años es casi una discapacidad; a veces, aunque mayores, se vuelve jugar.

Así empezó la noche; no, no, empezó antes, con un porro de esos que no nublan los pensamientos sino los músculos, esos que de alguna manera tienen la capacidad de generar una tensión interna en los nudos de los omoplatos y hacerte sentir que te están afinando como un piano, llevando cada tendón a su punto indicado, dejándote lista para decirle que sí a todo. Por eso cuando en medio de esa sensación increíble de estar siendo reorganizada y acomodada en cada lugar necesario al tiempo, me preguntaron que si ese era mi vicio favorito señalando el porro, dije que NO, seca y rotundamente creo, realmente. creo, que algunas cosas no se desarrollan, simplemente vienen con una, es como una carga electromagnética que impide que te alejes de ciertas situaciones, sensaciones, sabores y demás evocaciones en el momento oportuno, que por el contrario, te atraen, te llaman y te atrapan sin remedio… lo creo, sinceramente lo creo, es una pulsión, pasa con otras cosas pero no se nota tanto con las demás, y dije, con la elocuencia que dan par de plones.
 

A mí, a Rulos, porque otro vicio es hablar de mí en tercera persona cuando siento que no soy yo misma, me fascinan los granos, las espinillas, me obsesiona, desde que siento el dolor punzante en las piernas, en los brazos o la espalda, pienso en cómo extirparlas, si bastará una leve presión alrededor, o si deberé recurrir a las dos manos, si saldrá en un pequeño hilo o si por el contrario convertirá mi piel y una fracción de mi cuerpo en un cráter sanguinoliento, tendré que esperar o podré arrancarla de la piel, me da un “aaaaaaaghhhhh”, un placer increíble.

Es el sonido, el sonido dije, pensando en él, ese sonido que genera la piel al romperse, no es un sonido cualquiera, se siente, más que escucharse, cómo se rasga, capa a capa; puedes experimentar la sensación de cómo se abre paso liberando la presión alrededor del poro, porque a veces, dependiendo su origen, verás si un poro se obstruye y se cierra pero sobresale en la superficie de la piel, es lo que le decimos barro o grano a mi gusto son los mejores porque pueden acumularse más, la presión que generan es más grande y cuando la aplastas puedes sentir el ardor alrededor, cómo se acumula la sangre y luego, el tan anhelado final, el estallido… el desgarro, la liberación.

Si en cambio lo que hay es un punto negro, el placer es la imagen, una forma ovalada emerge de la piel, a veces trae consigo algún vello delgado, que es el que ha dado nacimiento a su vida como punto negro, otras es solo un trozo firme que deja tras de sí un agujero perfecto, no sangra siquiera, pero se ve abierto, se siente abierto, lo ves y piensas que puedes descender por él adentro de tu propio cuerpo, un portal a tu sistema circulatorio, como en esas películas donde un grupo de científicos se encoge para combatir una enfermedad… Así tal cual. “Es solo piel muerta”, pensé, pero nada es solo una cosa y para mí es un vicio increíble.

Cuando terminé de hablar sonreía, ese es otro vicio, cuando digo algo que me gusta sonrío como si fuera también espectadora de mí misma, y para romper el silencio, me troné los dedos, la espalda y el cuello, otro vicio que tengo y con el que suelo ponerle punto final a las ideas. 

Mientras lo hacía, el jovencito no me quitaba los ojos de encima: brillaban. Al menos 12 años de diferencia habría entre él y yo, él tendría unos 24, pero era grande, alto y gordo, barbado por demás, disimulaba la diferencia, nadie sospecharía que era más de una década. ¡Rulos!, el grito me sacó del letargo, a veces divago entre mis pensamientos cuando me excito, otro vicio mío, muy mío, ¿qué? respondí por fin.


Dejá de intimidar al polluelo. Él se sonrojó y eso no hizo más que alterarme y humedecerme. Me gusta que la comida sea tímida y tierna, suelen estar a una bofetada de querer devolver la hostilidad con la que el mundo suele embestirlos, jajajaja, pensándolo bien, dije, con otro vicio tan propio como irritante, cambié de opinión, mi vicio más viejo es, dije mientras caminaba hacia el polluelo, jugar con la comida, y lo besé mordiéndole los labios. Otro vicio al que nunca pude negarme. Ah y el último, el mayor de todos, irme por las ramas.

Un poco de vida

Ser un restaurador de museo no era el trabajo que había imaginado cuando como biólogo había recibido la invitación a participar de la preservación de la historia. Durante sus años de facultad siempre había querido marcar la diferencia, soñaba con salvar las especies y el mundo, nunca imaginó que terminaría confinado en un cuarto rodeado de las especies que adoraba, de las que se había enamorado en la facultad, las increíbles, las míticas, las nobles, las majestuosas… muertas, total y absolutamente muertas.

Cuando cerraba el museo su horario comenzaba, cuando todos dormían, incluso los vigilantes, él trabajaba; trabajaba mientras buscaba las aletas de los pingüinos que debía volver a pegar; trabajaba en preparar las pinturas que les daban los colores adecuados a las pieles; trabajaba en los injertos de pelos, midiendo picos, patas, dibujando vida en unos ojos apagados, secos, fríos.

Fue a su escritorio, sirvió un vaso grande de un trago fuerte. Lo bebió sin tregua, el calor del alcohol salió por la nariz y quemó la garganta en el proceso, sacó su tabaco favorito, lo adobó con un poco de hierba, y fumó junto a los cachorros de los osos polares, bebió otro vaso y caminó sin ningún destino.

Quizá fue la hierba, particularmente crespa, particularmente fresca, pero al acariciar el pelo de la foca bebe, la imagen de una entrepierna casi depilada le llegó como un rayo, lo recorrió con escalofríos y lo hizo salivar, jugar con la lengua en sus labios, clavarse los dientes; por un segundo sintió una reacción casi animal. Atontado la recorrió de nuevo y esta vez la oyó gemir, la recordaba entre sus dedos, la entrepierna empapada, el sabor de los fluidos, resopló y cerró los ojos, volvió a tocar y sintió sus vellos en la nariz, en el labio, sintió su mano en la cabeza, de arriba abajo la escuchaba guiarlo, así, así, así ay, ay; la segunda vez fue mejor que la primera, las palabras le rebotaban en la cabeza, bufaba, bramaba, el instinto lo poseía, ahora el que gemía era él, el brío se le alborotaba y se curvaba como un animal herido.

El vello en su mano, en su boca, el orgasmo en su lengua, la humedad, la humedad era lo único que faltaba y la emulaba el licor, las facilitaba el licor, la brindaba con el licor; el control no pudo sostenerlo, se arrancó la ropa y se frotó como un perro en un sofá, como un perro en la pierna de la visita, como un perro castrado sobre una almohada, solo por instinto, a pesar del dolor, a pesar del daño que se hacía al recordarla, a pesar de todo, seguía mugiendo.

Al día siguiente el director del museo lo llamó a su oficina, mientras hablaba encendía un televisor y se veía así mismo caminando hacia su escritorio, con un vaso en la mano, los pantalones abajo, una foca en la mano, mientras que de su boca un hilo de humo se desprendía.

—Puede explicármelo—preguntó incrédulo el director.

—Sí puedo dijo el restaurador —intentaba darle un poco de vida al lugar, dijo con una sonrisa en la boca.