Tienda de juguetes

El reflejo desgastado y cansado, contenido en el cristal, era un juez grotesco y desalmado, era el reflejo de un hombre triste y acabado. Tenía una barba corta y desorganizada, ropa de otra época y su figura había sido tallada buscando mostrar lo mejor de otros tiempos, pero con el paso de los años y con el olvido de la moda que había revivido sus mejores temporadas, lucía ahora envejecido y fuera de forma.

Dicen que lo retro no pasa de moda; bueno, no es del todo cierto, siempre está de moda revivir una moda, pero usar algo que no es una convención siempre te hace lucir anticuado, fuera sitio, de tiempo… dislocado. Y las personas que se visten suelen decir que no importa, creer que pueden con eso, que están preparados para ir contra corriente. Necios, los hombres así son necios. Y se les nota que su aislamiento no es voluntario, incluso en el reflejo, porque esos hombres tristes nunca se miran directamente a los ojos así mismos. Quizá es miedo, quizá intuyen que si lo hacen encontrarán tan solo un abismo…

El hombre que evitaba su reflejo, miraba con tristeza la marioneta empolvada y descuidada; no se pude caer más bajo, algo sucio y triste en la exhibición de una tienda de juguetes, es una desfachatez, pensaba. Comenzó a caminar, a alejarse de aquel lugar, y con cada paso sentía la necesidad de volver a verla sin estar seguro de por qué. Llegó a casa, soltó el morral que le pesaba en la espalda y sintió el alivio del peso, se quitó los zapatos, y sintió el mundo expandirse en sus pies, el piso bajo su piel. Caminó hacia la cafetera, olió los granos y se concentró en el aroma, sintiendo alivio en sus hombros. Sacó la picadura de su pipa –ese acto siempre lo hacía sonreír-, pero hoy no, de alguna manera la imagen de la marioneta lo hacía sentirse mal.

Es solo un juguete olvidado, pensaba mientras caminaba por las estanterías de su cuarto junto a los juguetes coleccionados, los libros, los discos; y sin verlos todos, sin leerlos o escucharlos, pensaba: es solo un pedazo de madera vacía, nada es particular en él, nada salvo su contexto, quizá sólo una juguetería que ha perdido su interés en vender juguetes.

Continuaba pensando mientras se acercaba a su escritorio y alistaba las herramientas, estiraba los brazos falsos, alineaba las lupas y sacaba la caja de pinturas. Y comenzaba a tallar, ausente como estaba, actuó por reflejo. No recordaba haber empezado a modelar, y el trabajo fluyó con una memoria muscular prodigiosa, evitó el filo de la cuchilla, y pulió sin notar el polvillo de la madera invadiendo la luz como una tormenta de arena. Tampoco se percató del olor de la pintura, ni de que habían transcurrido casi cuatro horas desde que había vuelto a casa y el tiempo se lo había consumido. Sintió el cansancio justo cuando el reloj de la sala dio la última campanada como cada día; abrumado además, por cómo se va el tiempo.

Se levantó sin notar que había terminado una marioneta igual a él. Con lentes, con un bigote delgado, con una contextura delgada y vientre prominente, que le había pintado sus lunares y sus pecas, y que lo había sentado como él. Caminó rumbo al comedor, comió un sánduche preparado con lo poco que quedaba dentro del refrigerador, y para hacer el té, tuvo que recurrir a la misma bolsa que había usado en la mañana. No eran días fáciles, no eran días ni siquiera, eran semanas, a nada le supo, y entonces durmió.

El titiritero soltó su comando. La figura del titiritero perdió toda la vida, todo el dolor y toda la frustración que su voz había contado, desgonzado. Y sin ningún hilo de voluntad que los sostuviera en pie, se desplomó.