Tres meses sin coger

Andrés y Mariana eran personas de rituales, metódicos e incapaces de romperlos, ríos encausados que nunca variaban su curso, o su afluente, a menos que lloviera, es decir, que todo su accionar requería siempre de un estímulo, de una fuerza que los sacudiera o los desbordara.

Eso siempre les había permitido sentir que a pesar de la rutina, aún no eran predecibles, por ejemplo: Andrés solo le llevaba flores a Mariana si en el subte veía a alguna mujer con las uñas de las manos a medio pintar o si tenía alguna de un color diferente, y al ser tan aleatorio, había notado que ella siempre estaría sorprendida porque para él también sería una sorpresa y así su nerviosismo no lo delataría como siempre ocurría cuando intentaba sorprenderla.

Mariana solo lo invitaba al cine, cuando la vecina del piso de arriba le sacaba los ganchos del tendedero, y solo le soltaba las manos al caminar cuando entraban a una calle empedrada, otra cosa era que solo le permitía acompañarla en la ducha si la última vez que cogieron se habían corrido al tiempo.

Sus vidas estaban minadas de azares y consecuencias, durante los últimos cinco años todo había ido de maravilla, confiaban ciegamente en sus rituales, parecían amarlos más a ellos, más que entre ellos. Y como nadie arregla lo que no está malo, solo se permitían cambiar sus reglas cuando el otro descubría el detonante de su ritual, los guiños del azar que los hacían felices.

Así Mariana había descubierto que solo cuando la vecina de la antigua casa tomaba el sol en teta en el patio, Andrés le hacía el amor sobre la mesa del comedor, por su parte, él, había podido descubrir que Mariana solo lo ratoneaba cuando en el gimnasio un pendejo coqueteaba con ella, y así, muchas cosas durante esos años.

Sin notarlo, muchas de esas situaciones que nunca habían cambiado, se habían incrustado tan fuerte en sus mentes que sin ellas, no sentían el deseo de hacerlas. Por eso los meses pasaron inadvertidos. Fue un domingo, como cada domingo nublado, cuando caminaban por las calles que vieron dos perros cogiendo y recordaron, recordaron que no hace mucho esa era la señal para hacerlo en los parques, y fue ahí donde todo empezó.

Desde que se habían mudado a su nuevo departamento no cogían, hace tres meses que no estaban juntos, hace tres meses que no se veían desnudos, no había calle empedrada y Mariana le soltó la mano, caminaron en silencio, llegaron a su departamento entristecidos, aunque sabían que era una locura, los dos pensaban que habían sido reemplazados, que las reglas quizá habían fracturado sus emociones, que si necesitaban de la suerte para morderse la boca, para sudar las sábanas, todo carecía de sentido, ¿serían incapaces de desearse sin una señal?, ¿se amaban o estaban entrenados?, cinco años de felicidad irreprochable estaban en duda.

Incapaces de verse a los ojos, o al mundo, en un silencio digno de funeral, en un celibato digno de la iglesia que les carcomía la carne y el alma, caminaban rumbo a casa mientras que seguían pensando locuras, ¿ella lo habría engañado?, ¿él la habría engañado?, se rehusaban a creerlo y como solo podían discutir si Andrés dejaba la toalla en el baño, o si Mariana preparaba jugo de güanábana sin avisarle que trajera cerveza para cenar, aunque querían gritarse, reclamarse, pelearse como locos, los dos guardaban silencio, porque nada de eso había pasado, lo de la mano había sido una reacción ante el miedo, y a ambos los había asustado, así que ninguna otra regla podría romperse, aunque ellos se rompieran por dentro.

Cenaron a la hora de siempre, comieron lo de siempre y vieron el programa de siempre, aún así, querían simplemente arrancarse la ropa, las bocas, los gemidos y los jadeos, pero la señal no llegaba, tres meses, largos meses, 90 días, 12 Sábados y domingos sin tocarse… Y de repente el golpeteo de una cama caminando los hizo sonreír, sus vecinos, los nuevos inquilinos gemían, gritaban, y una sonrisa los desnudó, esa era la señal, cuando los demás cogían ellos cogían, las risa los invadía, las ganas los enloquecían, desde hoy se cambiaba la regla, cogerían cuando el teléfono sonara en medio de la cena, cogerían cuando el timbre sonara y ellos estuvieran ocupados, cuando el domicilio tardara más de 30 minutos, cogerían a mañana y noche, cogerían cada que Mariana llamara a su madre o cada vez que Andrés se quedara hasta tarde en el trabajo, pero nunca, nunca iban a volver a depender dede una sola señal para tocarse y amasarse los cuerpos, para sacarse la ropa, las rabias y los deseos, porque fue una tontería haberlo hecho, y dejar a un solo ritual el gobierno de los tiempos y sus deseos, estaba bien, siempre y cuando solo implicara modos, pero nunca el completo coger, creyeron estar seguros porque en su antiguo apartamento era un barrio de recién casados donde todo lo que se oía eran los timbres de los delíveris y los gemidos de los recién casados, pero su nuevo hogar, era un barrio de jubilados y ellos si de algo estaban seguros, era que no iban a dejarle sus orgasmos a los milagros del viagra. Por lo menos no todavía.

Esa noche cogieron hasta sacarse las dudas, hasta enamorarse y recorrerse de cada gramo ganado en los últimos tres meses, hasta venirse una y otra vez sobre sus miedos, hasta ahogarlos en su propio placer. Al amanecer les dolían las piernas, y los rostros de sonreír, y cuando entraron los dos a la ducha… justo sonó el timbre.

 

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