Cuestión de suerte

Lanzar la moneda, el resto es suerte.

Fernando era un adicto y lo sabía, él estaba consciente de que su vida era una moneda al aire, se pensaba astuto y corría tras cada teoría y cada señal. Veía números en las espaldas de las mariposas, en la comida, en sueños… estaba desquiciado.

Un día rumbo al casino escuchó repicar una campana siete veces, claramente ¡era una señal!, el siete era el número de su suerte, con él siempre ganaba en los dados y persiguió el sonido hasta una puerta gigantesca, la misa apenas iniciaba.

La idea le había venido durante el sermón, el párroco le recordaba a sus feligreses lo impuro del dinero, a Dios lo que es de Dios decía y al César lo que es del César… 

Para ingresar al cielo a la gente solo se le exigía el diezmo y cada idiota sacaba de su billetera el sueldo y lo depositaba en la cesta sin siquiera titubear. A eso le sumaban una confesión, luego una plegaria y todo estaba solucionado. 

Recordó su juventud, cuando era obligado a entrar a la iglesia y confesar sus pecados, nada extraños en un chico de 17 años, masturbación, mentiras, envidia, pereza y más masturbación, aún recordaba la penitencia que nunca había cumplido.

10 Aves marías, 15 padre nuestros y un rosario. Fernando pensó largo rato y se arrodilló dispuesto a rezarlos, pero entonces se le ocurrió: él podría ser el César, él quería más el dinero era claro, todo concordaba, los siete campanazos, el sermón la deuda de su confesión. Señales, eran todo señales, no era cuestión de suerte, era de señales y ahora él las veía.

Fernando hablaba en voz baja para sí mismo:

–Esto hay que tenerlo claro, al diezmo le sumamos estas oraciones y si cada oración es un valor, entre más largo más caro; es decir, el rosario equivale a un billete de diez mil, los padre nuestros a uno de dos mil y las aves marías a uno de mil.

Asignó también a cada pecado un juego, de esta manera se aseguraba de que cada penitencia terminara en donde debía. Para la masturbación se jugaba el diezmo, el mismo movimiento de manos en dos pecados, los dados y siempre al siete, para las mentiras el póker, era cuestión de blufear bien; para la envidia la ruleta, después de todo nunca tuvo muy claro por qué envidiaba a las personas. Finalmente para la pereza, las traga monedas. 

Al casino entró airoso, caminó por las mesas, observó a los dealers y se sentó un rato en el bar, lucía confiado, tenía esa mirada fuerte en los ojos, esa convicción que hace sentir a un hombre que levita sobre la tierra.

Ordenó una hamburguesa y la comió degustando la dulce victoria que se avecinaba, fumó y bebió, parecía alargar con cautela el momento indicado para las apuestas.

Finalmente se acercó y lleno de confianza empezó a apostar. Cada ave maría, cada padre nuestro y el rosario cayeron sobre cada pecado, y lanzamiento tras lanzamiento, mano tras mano, giro tras giro seguía apostando. Cada siete días, en misa de siete se puede ver a Juan en la entrada de la iglesia, confiesa sus pecados, estira la mano para la limosna y suelta dos monedas, toma tres billetes, sale sin dejar su diezmo, sonriendo siempre rumbo al casino, donde los perdedores cada domingo, lanzamiento tras lanzamiento, mano tras mano, giro tras giro entre susurros dicen que lo de Juan es solo cuestión de suerte.

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