Era leo y su ascendente sagitario, confiaba en que los días soleados eran buen augurio y se encontraba a una nube de distancia de la melancolía, su cama daba siempre salida a la derecha solo para no correr riesgos.
En cada sitio donde colgaran sus piernas, una silla alta, una mesa, un muro, lo interpretaba como una invitación a recordar su niñez. Para él todo estaba cargado de significado y eso lo hacía feliz, pensaba que un hombre, un ser humano debía creer en algo, en lo que fuera, pues era la primera muestra de humildad que podría brindar.
Cuando una persona confía en algo diferente a sí mismo, puede crecer, está alerta a lo que pueda brindarle su creencia, sin embargo le gustaba en especial aquellos que creían en las personas, ellos estaban tan alto en su percepción que eran sus personas favoritas, eran señal de que todo no estaba perdido, que el camino al corazón de los demás solo estaba olvidado.
Aquellos que como él buscaban significado en cada uno de los elementos que rodeaban su vida los consideraba más despiertos y sensibles, creía que el universo los había elegido como recipiente de ideas, que su conexión con lo místico era mayor, catalizadores, eran catalizadores de sueños y sus sonrisas irradiaban alegría y su llanto lo emparamaba, hacían que la melancolía lo abrazara cuando conocía a una persona que creía él simplemente caía fascinado ante su encanto… eran personas libres de sí mismas.
También le emocionaba escuchar apreciaciones sobre él, porque creyendo en los signos no dudaba en escuchar lo que representaba, saberse signo era para él vaticinio de lo bueno y lo malo, era estar vivo y saber que encarnaba sus deseos, anhelos y pretendía conocerse aún más a través de los demás.
Suspiraba con frecuencia y cada que encendía un cigarrillo creía que con él maduraba sus ideas, las adobaba y que -al igual que los barriles de añejamiento– las bañaba con un sabor amargo, con una pinta de sobriedad e inteligencia, le gustaba pensar que era inteligente, sus pasiones le parecían signo de ello y por ende una verdad que debía abrazar y seguir.
Pero su condición se lo impedía, sus manos siempre estaban atadas hasta las diez de la mañana, su espíritu no se encendía hasta después de las dos de la tarde y su corazón no estaba dispuesto a latir a un ritmo altivo sin que cayera el sol y esto también era un signo que solo en sus mejores días descifraba, entendiendo que su pijama apretaba mucho su cuerpo porque era una camisa de fuerza, que sus nervios destrozados eran esclavos del cáncer que consumía sus días y que aún continuaba en ese manicomio, que su decisión le había hecho prisionero y que nadie creía tanto en los signos como para aceptar su defensa, nadie nunca le había creído que la razón para dinamitar esas escuelas era tan solo un acto que buscaba liberarnos de las fábricas que arruinaban la creatividad y sus productos perfectos, debían morir, antes de perder su vida, merecían morir por no ir tras sus propios signos.
De repente, el ruido de las explosiones volvía a sonar en su cabeza, sonreía mientras meneaba las piernas desde su columpio.
–Jaime, ¡es hora de volver a clase!– Gritaba su maestra desde la puerta de la escuela, no comprendía su alegría si el llamado era para terminar su descanso.
–¿Por qué sonríes Jaime?—
–He comprendido mi futuro maestra, yo salvaré al mundo algún día, ya sé cómo hacerlo…–