Presagios

Me resultaba naive, ninguna palabra lo definía mejor, era imposible discutir con el resultado,  aunque careciera de toda ciencia, pero como investigador había entendido con el tiempo que a la que el agnóstico o ateo le llama azar es a lo mismo que al creyente le llama fe, algo simplemente inexplicable, ridículo y atemorizante, la única diferencia es que el primero suele encontrarlo estadísticamente probable, mientras que el segundo siempre carece de cualquier interpretación lógica, pero para quien los experimenta se sienta igual, desconcierto, sorpresa, una negación de su estado anterior.

No importa si te curas del cáncer, sobrevives a un accidente, si te coge la tarde y evita eso que salgas a tiempo para tomar el bus que siempre tomas, n el paradero al que siempre llegas y donde hoy a la hora en la que sueles estar allí, esperando una motocicleta persigue con ferocidad un camión blindado que pierde el control y se estrella junto contra el asiento donde sueles subir tu zapatilla para fumar.

Tampoco si un boleto de navidad de esos casi casi parecen imposibles de ganar te es regalado en un bar, en navidad, un 22 de diciembre, por una chica hermosa y triste que reniega de su suerte alegando que no ha ganado nada, que es tonto aferrarse a la idea, que no lo quiere, y lo rechazas, para escuchar como en un par de horas la chica gana, con casi todos los del bar.

Era evidente ante las circunstancias que algo tenía que ver, aunque fuese estadísticamente demostrable que todo eso era probable y que no era nada especial, Carlos tenía claro que los días en que se apresuraba a salir y se ponía los boxer al revés todo le iba mal.

No era que cuando los usara al derecho todo le saliera bien, pero nada era tan malo, sí lo había mordido un perro usándolos al derecho, y terminado un par de relaciones, lo habían incluso echado de un trabajo, pero la sensación era también de suerte, y era consciente de ello porque le ocurría desde pequeño, lo había aprendido en la escuela en tercero de primaria, en un patio de recreo donde había un grado por cada año, 35 personas por cada grupo, en total unos 200 inquietos, bullosos y malvados niños que gritaban y corrían, 200 niños miserables y sin escrúpulos, ignorantes empáticos que gozan torturando a los más pequeños,  lo aprende un día como hoy, recuerda que lo aprendió en medio de la reunión donde Federico lleva una propuesta mejor que la suya, y la reconoce porque estaba ahí el día que perdió el vuelo, el día en que lulú no llegó a despedirlo al aeropuerto, el día en que el boleto de lotería le pareció mejor que un abrazo…

De nuevo está en medio de todos, de nuevo 200 voces ríen, parecen miles, cientos de miles, descubre ese día también que las paredes sí hablan pero solo saben reírse de quien se siente poco, la primera vez que le bajan sus pequeños pantaloncitos de tela, y las risas no son tanto por sus calzoncillos rotos como los de cualquier persona que no lo tiene todo y manchados como los de cualquier niño quedan expuestos y no es por ni por lo desgastados, ni por lo manchados que se burlan de él, sino por tenerlos al revés.

Han pasado 30 años, quizá un poco más pero es imposible de evitar, cuando alguien como Federico le hace algo como lo que acaba de ocurrirle Carlos baja la mirada, introduce la mano en su pantalón e intenta sacar el resorte de su calzoncillo, nunca falla, siempre, siempre está del otro lado.

Cajas de Pandora

Por días como hoy, la esperanza es mezquina, pensaba Felipe. Días donde había hecho calor en cada lugar cerrado donde había estado, pero en los que también, había llovido cada que salía a la calle. Los días así odiaba el clima temperamental de su ciudad y deseaba vivir en Lima donde nunca llueve. —Qué suerte la de los limeños, pensaba. Nunca tienen las medias ensopadas, jamás han salido de casa con sol y llegado a la esquina juagados por la lluvia.

Pero el caso no era la lluvia, no específicamente, el caso era que su vida se sentía así, a donde iba le parecía que llevaba una piedra en el zapato, llevaba siempre una maleta ceñida con un peso fuerte, con las correas tensas marcándosele en los hombros cansados, con dolor, un dolor de espalda creciente. El problema es ese, la vida se ensaña en crear momentos donde la esperanza parece resguardarse en el último rincón, en el Aleph más diminuto, sin necesidad alguna. ­—Eso es lo que me caga ­pensó, finalmente.

El caso es ése, el mundo se imbuye así mismo como héroe de un colapso que ha generado. Te tira abajo, te molesta, te provoca, te acorrala, hace que muestres los dientes, que aprietes los puños, prueba tu guardia… y te mira ahí indefenso, pensaba Felipe, ¡Ah! Y en ese momento cuando todo está oscuro entonces vuelve, aparece con un halo de luz cálido, con una mentira latente: he ahí la razón para continuar, para no desfallecer, la migaja, la pequeña dosis a la cual aferrarse.

En especial hoy porque era un día difícil, largo, extraordinariamente largo incluso para él que siempre era el primero en llegar y el último en irse. Hoy estaba cansado, alguien se había tomado su café y dejó su taza sucia en el lavadero, alguien más, o peor, quizá la misma persona se había comido su postre, y, otro, había regado agua sobre su pantalón. La suerte te tienta, pensó.

Para colmo había recibido un regaño injusto por su jefa, su ex mujer, no era la primera vez, y era uno de esos problemas que creía superado. Casarse con una niña rica y hippie que creía más en las energías y las ilusiones del mundo que en la realidad y en sus actos, había sido un acto torpe, aunque tierno. Era un gesto noble pero estúpido. Y ahora cada cierto tiempo cuando la luna estaba en piscis, y mercurio retrógrado asomaba, su vida era un infierno, gracias a una niña egoísta que en medio de una rabieta, usaba su poder para castigarlo por su abandono y a ese infierno debía sumarle la lluvia

Lo extrañaba, le había dicho. —Extraño tu sexo desenfrenado, tu fuerza partiéndome en dos, extraño tus dientes en mis hombros y tus labios entre mis piernas, haces un sexo oral tan rico, con vos es tan rico coger; eso recordaba, eso le había dicho. Por desgracia él estaba ocupado y con su torpeza característica no había tenido el tacto para excusarse bien, para negarse con elegancia, fue tosco, y ahora paga las consecuencias. Aunque también la extraña, el olor de su sexo, el sabor de su sexo, aunque también piensa a veces antes de dormir en cogérsela de nuevo, en la cocina, mientras ella intentaba que la visita no se diera cuenta, mientras fingía buscar algunos bocadillos o calentar leche para un café. Ella no sabía, él la pensaba, pero él no sabía decírselo.

—Al final, quizá sí sea mi culpa de que la vida sea una mierda, pensaba al terminar su día, mientras que volvía a llover sobre él, mientras que caminaba cansado con su maleta que ahora pesaba más.

—¿Va al metro extraño?, le preguntó una chica de su curso distrayéndolo. Hace frío, quizá podríamos ir mejor a otro lugar, lo dijo con una mueca inocente y maliciosa, señalando un motel cercano, brindándole finalmente esa gota de esperanza.

Mala suerte

Es un pequeño ataque de pánico, la imagen puede cambiar, pero lo que genera es lo mismo. Es un zarpazo que destroza todo el pecho y que rasga desde afuera hacia el centro, luego hacia arriba, el corazón se desprende, las manos pesan, y es imposible pensar si quiera una idea. Sabes que estás acabado y que no importa lo que sepas, lo que haces, eres común y mortal, eres estúpidamente humano, todos somos genios en la ducha e imbéciles tullidos en el inodoro.

Lo sabía bien y lo confirmaba justo ahora, a la media noche, al sentarse en el baño de la oficina donde había decidido quedarse a trabajar para evitar las ganas de sexo de su mirado. El llanto de los niños y la bulla de los vecinos. Necesitaba de alguien, quien fuera, pero no tenía nadie a quien acudir.

Su falda de marca de colección, su ropa interior de marca, sus medias invisibles con tiras de silicona, de marca, su camisa, de marca, y su diminuto bralett era la único que la acompañaba. El celular estaba apagado así que la idea de despertar en medio de la noche a su practicante y hacer que fuera hasta la oficina a llevarle un poco de papel, aunque buena, era inútil. Podría gritar y esperar ayuda de uno de los vigilantes de la ronda, pero se había quejado de ellos y había hecho que cancelaran las duchas por lo que ahora no podían ir en bicicleta al trabajo y sabía que ellos lo sabían, así que pedirles ayuda no era una opción.

La felicidad del estreñimiento terminado la hizo salir corriendo sin su bolso, donde tenía su papel higiénico húmedo de marca. Pensó también en usar el informe de aprovechamiento que recursos humanos le había dejado en su escritorio sobre los comportamientos que debía modificar dado las observaciones presentadas por sus subalternos, pero está lejos, no va a caminar sosteniendo sus nalgas abiertas y en tacones hasta su escritorio como un pato, ni mucho menos como puta barata en fiesta de narco.

La sola imagen de que quede alguna prueba la atormentaba, así que se desnudó por completo y caminó inclinando su cuerpo mientras halaba sus nalgas evitando tocar o tocarse, baño a baño, pero no encontró papel, ni rastro de éste en ninguno de las cabinas. De noche los guardan, recordó; ella había corrido el rumor meses atrás y apenas ahora lo recordaba, había convencido a Felipe el bigotón de administración de que en las noches los celadores venían a robar papel, y pese a la molestia de hacer que la última empleada de servicio generales los recogiera cada noche y que el primer empleado de la misma área tuviera incluso que llegar una hora antes que el resto para volverlos a poner, lo pidió. Ahora estaba ella ahí, en medio del baño, levantando las nalgas para no embarrarse en tacones y desnuda. Era una imagen patética.

Como pudo intentó acercarse al lavabo y tomando agua del grifo intentaba limpiarse sin hacer mucho desorden. Pero el piso mojado y los tacones de agua no eran compatibles, y en un movimiento brusco la punta de goma perdió la fricción, y ella el control, cayó de nalgas, embarró el piso, y al intentar pararse se resbaló de nuevo, con tan mala suerte que esta vez se dio de cara contra la loza.

A las 5 de la mañana Gustavo, el joven celador la encontró desmayada sobre un rastrillón de mierda seca.

Razones de peso

La evacuación transcurría con normalidad, salvo porque no había terror, ni angustia, no sonaban sirenas y parecía cumplirse esa frase de cajón de que la sangre es la que escandaliza, y en su ausencia, una estructura de cinco pisos que temblaba parecía no ser nada del otro mundo, así que atónitos entre los insensibles y los que sienten un temblor, bah qué temblor, orgasmo, vibración, y movimiento de cualquier vaivén como un temblor.

Pero temblaba, por alguna razón, temblaba, de una manera constante y fuerte, la primera parte fue normal, creían que era pasajero, pero la intensidad no menguaba ni la duración, luego los alertaron, ese bloque era el único que temblaba, ¡pánico!, creían que era la estructura cediendo frente a su propio peso, y supusieron que era peor cuando riesgos laborales subió a decirnos que evacuáramos… que había razones de peso para hacerlo.

En esa “tranquilidad” bajaron, descendimos cinco pisos por las escaleras porque claro en emergencias el ascensor no se usa, con esa cara de tedio y otros de alivio piso a piso bajaban, buscando en el celular si era cierto que temblaba, porque para un detractor no hay mayor victoria que la negación de la tesis enfrentada, la edificación se movía, pero no temblaba y no importaba si estaban ante el colapso de una estructura por fallas en la construcción, lo importante era probar que no morían en un temblor, tampoco creían que pudieran llegar al primer piso a tiempo en caso de colapso así que bajaron sin prisa, llegaron abajo con una sonrisa en el rostro, no temblaba, abajo las caras eran desahuciadas.

Todos esperaban que el edificio se desplomara, esperaban las alarmas, las alertas, el cordón de seguridad retirándolos, pero desde afuera no había ningún signo de alerta, las demás edificaciones se veían quietas al igual que esa, y pasaba el tiempo, pasaba el tiempo, pasaba el tiempo hasta que la tensión se convirtió en tedio, hasta que el desinterés general ganó la batalla, y uno a uno se fueron armando de desazón, de exasperación y empezaron a retornar a sus lugares de trabajo, claro, por las escaleras porque el ascensor no se usa en momentos de emergencia…

Así, vencidos por una angustiosa y alargada espera, las razones de peso parecían haber sido infundadas, no fue hasta que iban subiendo el tercer piso cuando por fin colapso… la situación, era el gimnasio, la vibración venía del gimnasio, repitieron, era Daniel, el gordo, el grande… un hombre de dos metros de alto y uno ochenta de circunferencia corría en la banda, a paso tan firme, tan constante, que parecería que dejaba atrás su vida de gordo, sus apodos, todas las veces que le han dicho, no señor, en su talla no hay, que le daba por fin la espalda al haber crecido siendo un niño con senos, que ya nadie podría decirle gordo y con esa decisión de alejarse de todo corrió con los audífonos puestos y de manera desaforada, no sabía que justamente eso sería su perdición, ahora es el gordo del temblor, ahora es un mastodonte que puede tumbar edificios, ahora cuando camina y da un paso la gente brinca para recordarle que su pisada es una razón de peso, para evacuar el edificio. Pobre hombre