La realidad no es más que un consenso
Los pequeños placeres lo eran todo, por más excitante que fuera verla día a día, los días en que ella tenía las uñas pintadas de un rojo brillante eran sus favoritos.
En su mundo imaginario eso significaba que ella lo deseaba, que se había preparado para él, que ella tenía la seguridad de que tras el grueso cristal de sus gafas él tendría sus ojos fijos en ella, en cada centímetro de su cuerpo… pensaba que eso lo hacía para sentirse poderosa.
Esos días su caminar era más provocativo, los roces accidentales eran para él insinuaciones descaradas y consientes. La elegancia de sus movimientos no podía ser algo que sucediera de manera desprevenida, tal coordinación no era accidental, ninguna mujer podía caminar de esa manera sin estar extendiendo una invitación.
La forma como llevaba el lapicero a su boca, como recogía su cabello enresortado, como sonreía tímida y casi nerviosamente cuando sentía su mirada, todo le confirmaba el descaro con que lo provocaba.
Todo en ella eran señales, incluso la primera vez que la escuchó, recordaba esa voz dulce, melódica, sin tonos chillones, sin problemas de dicción o vocalización, cada palabra recibía la fuerza necesaria, nunca le faltaba el aire en medio de una oración y cuando quería enfatizar en algo, lo hacía de una manera impecable, sin siquiera levantar la voz, bastaba escucharla para saber cuándo una palabra significaba otra, cuándo uno no era un sí.
Por eso nunca se detuvo, él sabía que aunque ella gritaba que todo estaba mal, que era inapropiado: ella lo deseaba. Que cuando cerraba sus piernas en medio del forcejeo lo hacía para sentir la fuerza de sus manos separándolas, que no se desvestía solo porque quería escuchar la ropa desgarrándose en su cuerpo.
Gritaba y no gemía, lloraba y no jadeaba simplemente porque anhelaba que su voluntad se doblegara a los golpes, que los escupitajos eran besos, los arañazos y los jalones de cabello su forma de acariciarlo.
Cuando lo golpeó fuerte en sus testículos, comprendió que le agradecía, cuando le gritaba ¡cerdo!, ¡bestia!, ¡animal!, eran “te quieros”, y cuando sintió un tacón penetrarle la carne, atravesar su corazón, lo entendió todo… ella lo amaba.