Cuando falleció mi padre, recibí como herencia un pequeño Bar, más que un bar una tienda, pero los clientes predilectos jamás compraron un huevo, ni un pan, jamás vinieron a completar su desayuno, ni a fiar para un cubo de carne para un almuerzo, el surtido me respaldaba, era un bar: tequilas, whiskys, rones, cervezas, aguardientes, nada lácteos ni yogures, el acta de registro decía solo establecimiento de comercio, permiso para vender licor.
Junto con el bar recibí también un cuaderno lleno de anotaciones, desde cómo organizar la cerveza para que la marca que más se vendía y la que menos, estuvieran siempre frías, disponibles y a la mano, la mecánica para el baño, a quienes sí, y a quienes no prestarlo, eventos y preparativos, y una lista muy interesante: Clientes Únicos.
El Tanguero
Casi solo, si tuviera que describirlo esa sería la mejor forma, su mesa nunca está llena, siempre hay lugar para alguien más, se expande con facilidad, se desparrama con un bandoneón tomando aire, pero a medida que todo se ensancha, se aleja de él, los todos lo saludan, los grupos se apartan, y él en medio siempre de una conversación, entre dos rostros que por cortesía a veces lo incluyen en sus pimponeos.
Su mesa es asilo, se sientan conocidos y desconocidos, foráneos y locales, de todo se toma en su mesa, a todos se les sirve, para la cuenta a nadie se le pide, pero no es tonto, a quien la mano le pesa a la hora de retribuir, no de pedir, no vuelve a ocupar allí un lugar.
Salsa suena, pero no se inmuta, rock suena, pero no se inmuta, pero cuando una milonga, o un tango se asoma, la debacle comienza.
En África, algunas tribus llaman: nyati a los búfalos, la palabra traduce muerte negra, por su necesidad de venganza, su deseo insaciable de no morir en vano, algo de eso tiene el tanguero, de muerte negra, de dolor perpetuo, herido está. Por eso cuando suena un tango se aleja un poco más de todos, y se acerca en silencio a la botella, la acaricia, el dedo juega y la recorre, de arriba abajo, parece que le coquetea, parece que la acecha, remueve la tapa con pequeños giros que realiza con el dedo anular, no solo la destapa, la excita, cada giro se muerde los labios, cada giro sin quitarle los ojos de encima.
Hace un gesto y el hielo llega, dos cubos que pide siempre le pongan en las manos primero, luego los lleva a la boca por turnos, juega con cada uno, —caliento los hielos y enfría la boca— dijo una vez cuando alguien le preguntó porque lo hacía, —sabe mejor el sentimiento que se bebe cuando se hace— añadió, luego sirve cansado y al ojo, sin copa ni medida, como una intuición, bebe su dolor, su alegría, su cansancio, sus derrotas, con tango se aísla, se refugia en sí mismo y bebe, bebe con la nariz, acercando el vaso a sus fosas nasales, cierra los ojos y lo imagina, no sabe catar una mierda, no distingue entre 3, 5, 8 , 12, 18 años, no sabe la diferencia entre burbon, no single malt, no entiende que es un blend, no le importa, no necesita captar olor a grosellas, ni presumir del buqué ni del cuerpo de lo que bebe, lo que bebe no tiene los años de la botella, ni el aroma de la barrica, él se bebe las canciones, los recuerdos a los que están unidas.
Eso lo contó un día, en que estaba solo, casi solo, ese día entendí dos cosas, que nunca estaba con nadie por completo, que nunca estaba solo por completo. Que siempre estaba con las que había dejado, con los que amigos que ya no habla, con las posibilidades de sí mismo en las que no se convirtió, con la melancolía embotellada.
—Quedarse casi solo, vale la pena cuando se pierde por las razones correctas, — dijo ese día en que bebía y escribía, nunca entendí a que se refería, no me interesaba tampoco, yo solo aprendí que, si la semana había estado difícil, siempre me vendría bien un tango para cuadrar la noche.
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—Siempre creí que era un tipo simple y distraído mi padre, me equivoqué.—