Aprendí en el colegio -le dijo Juanjo a Laura- que la vida podemos contarla de la manera en que queramos, no solo en años, ni en mundiales, ni en dictadores en el poder. Podemos contarlas en inventos, batallas, descubrimientos, libros, canciones… a eso se le llama línea de tiempo, ahí entendí Laura que no vale la pena contarlas de una sola manera.
Laura era la abuela de Juanjo, y su piel estaba llena de esas líneas, arrugas, desde que el alzhéimer la había secuestrado. Juanjo la visitaba cada que podía, pasaban a veces meses en los que nunca faltaba, luego de repente la ausencia, y volvía, cuestiones del trabajo, ocupaciones fuera de la ciudad, pero si estaba, estaba con su abuela.
No te sientas mal, no te recuerda -le decía siempre Dora-, una enfermera que había acompañado a Arturo, su abuelo y que había logrado contra todo pronóstico grabarse en su memoria, no recordaba su nombre, ni su profesión, pero la gratitud, cuando es sincera, es permanente como los tatuajes, se vuelve difusa, pero siempre deja marca.
Igual era con Juanjo, le sonreía, incluso en sus días más malos le sonreía, quizá recordaba su aroma, o la temperatura de su piel al tacto, algo había en él que cuando lo sentía cerca, Laura sonreía. Y en los días buenos, si la historia de Juanjo era buena, hablaba, así había aprendido que Laura creció correteando gallinas, marranos, hijos e hijas, que ella, estratega nata había recurrido a férrea defensa sicológica al verse superada en números, y aunque le partiera el alma ocultar que era noble, cariñosa, sus diez hijos no necesitaban solo mimos, así que había sabido adoptar una disciplina militar para su formación. Sin embargo, pobres como eran no había la posibilidad de enviarlos a un lugar a recibirla, así que zurriago bajo el brazo, correa en cintura, había decidido que ella misma lo haría. Logró que le contara su vida a través de los castigos que sus tíos habían, ante todo, merecido y luego recibido.
Y si había podido disimular su asco al cambiar a diez hijos, y quién sabe cuántos nietos, era una muestra clara de que estaba comprometida con verlos crecer. La rutina era sencilla, a primera hora de la mañana Juanjo entraba en el asilo, con el desayuno favorito de Laura, y durante las visitas largas le contaba novelas, le cantaba canciones y si tenía día libre y podía extenderse, le hablaba de las líneas de tiempo y lograba que ella le contará algo.
Era buena hablando de sus hijos, incluso de los no tan buenos, era buena al recordarlos, ellos también habían sido buenos con ella a su manera, lo más difícil, era a veces escucharla hablar de sí misma. Un día trató de convencerla de hablar de su vida en los momentos felices, dijo que serían muy pocos y guardó silencio, otro había logrado que ella le hablara de sus bailes, y notó que todos eran en un tiempo de viuda, y antes de que él pudiera preguntarle, ella le contó que su papá, el bisabuelo de Juanjo nunca se lo había permitido, que su abuelo nunca lo había pedido, y que cuando sus nietos se lo pidieron, siempre lo rechazó, porque no sabía cómo hacerlo, solo sé bailar sola, como una loca decía con esa sonrisa triste y llena de dolor con la que suelen confesarse las almas rotas.
Líneas de tiempo e historias, así vivían Laura y Juanjo sus domingos. Un día Laura al terminar de escuchar la historia, tomó la palabra, como otras veces, mi vida podría contarse en aporriones, dijo con el aliento cansado, aporriones, preguntó Juanjo sin vacilar, sí mijo sí, aporriones, golpes. Y mientras que Juanjo se acomodaba para escuchar sus historias sintió que el corazón se le arrugaba, que la garganta se le cerraba y como los ojos le ardían antes de inundarse, porque al verla supo, de alguna manera que no eran físicos sino de la vida. Y le contó de la muerte de Arturo, y de la muerte de su padre, y le habló sobre sentirse inútil tras ambas pérdidas, sin destino ni propósito, le habló sobre sus miedos, sobre el temor con el que había sido educada, bajo el que había crecido, le habló sobre la envidia que sentía por los personajes de las novelas, por las vidas en las que sale todo bien, por los dolores que evitaban, le habló de los olvidos de los que se sentía parte, de las ausencias que consideraba injustas, de la alegría negada. Ese día al dejar a Laura dormir agotada por el llanto, Juanjo llegó a su casa apurado, agobiado, acorralado por los dolores ajenos, era domingo, debía trabajar al día siguiente y tenía un viaje de dos semanas, no podía verla y hacerla sonreír a la mañana siguiente, y la tarde y la noche habían infligido tanto dolor en él que tenía miedo de lo que hubieran podido haberle hecho a ella revivir sus recuerdos.
Nada Juanjo, ninguno -le había asegurado Dora en ocasiones anteriores-, su alma es imperturbable ante los recuerdos, es la vida que vivió, ella la conoce, sabe lo que ha hecho, aunque no lo recuerde, le había dicho, pero el dolor era tan palpable que llamó a Dora a pesar de la noche.
Líneas de tiempo Juanjo, le dijo Dora a él, la vida puede contarse de las formas que se quiera, esos aporriones, las cicatrices, las canas, las pecas, todas esas excusas externas son solo pistas, las líneas de tiempo, las profundas, están el alma. Ella ha sobrevivido a su vida, a pesar de su vida, tené cuidado vos, porque sos el que se me puede morir de la tristeza.
Cuando la llanta del avión tocó pista, el llamado a las azafatas fue simple, puede decirle al gordo que se despierte y se mueva, tengo prisa, pero ninguna enfermera pudo despertarlo. Eran las 10:50 y Dora tuvo que darle la noticia a Laura, el corazón de Juanjo, había colapsado y aunque ella no estuviera en buen día, y no supiera bien quien era Juanjo sus ojos se apagaron un poco, y tras un mes de no sentir su calor, de escuchar su voz, el suyo también había perdido las ganas de seguirse moviendo.