Cualquier otro día elegir un café hubiera sido algo fácil, se hubiera limitado a lo que le parecía un precio conveniente, una simple transacción de cuánto creía que debía valer un café. Sin embargo, hoy no era cualquier otro día, realmente no era una semana normal; pero la pregunta de la promotora, ¿cómo le gusta?, le recordó lo que le había dicho su ex mientras lo abandonaba: no sabes nada de la vida, ni siquiera sabés lo que te gusta. No puedo ni quiero estar con alguien que ha vivido la vida sin encontrarle gusto.
La promotora no entendía porque una persona podía sentirse tan afectada por eso. No tiene nada de malo no saber cómo te gusta el café, yo te puedo ayudar, dijo con una confianza mentirosa, repetitiva, recitando el guion que algún creativo publicitario había redactado sin pensar mucho en las consecuencias de sus líneas carismáticas, en sus juegos de palabras, en su pesadez y nostalgia.
Ella no entendía que nada tenía que ver con el café, que esa persona no estaba así porque había descubierto que no sabía nada de las notas ácidas o frutales que podía tener un café, ni de la diferencia en sus variedades a causa de la altura o el terreno. Era irrelevante. Lo importante es que esa persona estaba confirmando algo que desde afuera se sospechaba, no tenía gusto, pese a su dinero, y a su estatus, era una persona que no sabía cómo disfrutar de sí misma.
Prefiere el pan dulce o salado. Como no obtenía respuesta dijo no importa y continuó. Lo toma con azúcar o lo endulza, depende respondió, y a cada pregunta sentía una punzada entre pecho y espalda. Prefiero… pero nunca podía terminar, así que respondía por vergüenza, no sé, quizá, depende, pero nunca nada concreto, ni la forma de hacer los huevos, ni la hora, ni si asolas o en compañía.
Al final, sonriente, la promotora estiró su brazo y le entregó una tarjetica en la que le sugerían tres nombres. Principiante decía la postal. Se acercó a la góndola y en su carrito agregó cada café que le llamó la atención, cada tipo de pan, de lo que iba a comprar llevó uno de cada uno que notó.
Y condujo, condujo pensando en todo, en su vida, en los sabores, en los colores. Pensando si sabía realmente cuál era su favorito, en las comidas, en los vinos, incluso en los polvos, los trabajos, y no sabía elegir, no podía recordar cuál era su favorito.
Al llegar a casa lo puso todo sobre la mesa; los miró y no sabía si de allí podría encontrar algo que pudiera considerar como preferido. Y en cada sorbo, cada mordisco, cada prueba había emoción; ser consciente de intentar descifrar los sabores, y si valía la pena, el tiempo, el dinero y al terminar comprendió algo.
Saber, saber valía la pena, aunque no supiera si el anterior o el próximo sería el favorito, o el mejor; pero entendió, le quedó claro porque no la habían elegido.