Dos tazas

A ella nunca le ha gustado lavar la loza después de comer, pero hoy no quiere dejar de hacerlo. Lava su vida un poco en ese acto; es como si en un tupper que tiene entre las manos estuvieran pegadas las ilusiones con las que se mudó con Juan Carlos al apartamento. Y como una costra la lava, sin mirar, pero sintiendo, golpeando contra la yema de sus dedos, la superficie irregular del recuerdo no la engaña, está ahí la promesa de un amor para siempre, está ahí el sí acepto. Está ahí todo: la propuesta de matrimonio junto al mar como siempre soñó, el vestido de novia que deseaba, la fiesta perfecta y envidiable, está todo ahí, menos él, menos su amor, menos los buenos días amor. Y aunque sabe que ya no está todo eso, lava, frota, recorre ese recipiente, nada encuentra.

Esa vasija ya no tiene nada de suciedad, traía solo una ensalada. Solo trae ensalada desde que Carlos hizo sus maletas y se fue, pero ella estrega como si hubiera quemado una teriyaki ahí. La fila se extiende tras ella, y cuando los demás notan que sigue lavando y llora, cambian de fregadero, avanzan, continúan, como la vida sin ella, como Carlos sin ella. No lo sabe, pero llora, con la mirada perdida, con el corazón cansado y hecho pedazos.

El sábado firmé, le dice por fin a Natalia que está a su lado, a quien nunca le habla, a quien en más de una vez dejó con el saludo en el aire. —Carlos se queda con el apartamento yo tengo el carro. Parece que le habla a ella, pero no la mira, parece que se habla a sí misma para salir del shock. Carlos no está, su hombre perfecto se cansó de las rabietas de niña mimada, de los sueños sin acciones, de las promesas sin comienzos; sabe bien que a Carlos se le acabó la paciencia y no el amor, y por eso sufre, porque no pudo con ella misma, con su egoísmo, con su calle y con su mundo.

—Hoy iba a ver a las amigas del colegio, no las veo hace mucho, bueno no, no hace tanto, en mi cumpleaños, pero no hemos hablado desde lo que pasó este año. Natalia se da cuenta que solo necesita su presencia, ni siquiera tiene que oírla, ella necesita hablarle a alguien, para que no parezca locura; pero lo parece, porque no deja de estregar lo mismo, tiene aún al lado el termo, los cubiertos, pero no suelta ese recipiente, siente aún la costra gratinada en sus bordes, siente aún la ausencia de los besos, los te quiero, y siente sobretodo su cobardía, la que le impidió perderse unos miedos y seguirle el juego a Carlos; está ahí, completamente fusionada con los bordes, estregándolos.

Necesita dejarlos limpios, necesita quitarlos, sentir que se despegan, pero nada pasa. No quiero hablar de eso, dice, y agacha la mirada, no quiero hablar de cómo perdí a Carlos, no quiero inventar más mentiras de cómo dejó de amarme, no quiero más decir que fue su culpa y su cansancio; fui yo, la que lo alejó, la que nunca quiso el perro ni lo dejó hacerse la vasectomía, fui yo la que siempre se negó a explorar sus juegos, su sexo, sus sueños, fui yo, la que lo hastié con los melindres del yo quiero, la que nunca le preguntó por nada, la que siempre creí que era todo. Ahora él tiene el apartamento, un gato y un perro, refunfuña en voz alta…

—Disculpa

Sí, contesta ella distraída.

—Es mi tupper, dejaste el tuyo en la mesa. Le dice Martha y le entrega el suyo sucio, le arrebata el suyo limpio. Ay, y a mí que no me gusta lavar dice ella, dolida, adolorida, a la que no quiere le dan dos tazas.

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