Creemos que no, juramos que estamos bien, pero todos estamos enfermos.
Siempre me llamó la atención que Claudia estuviera conmigo, la había conocido 3 meses atrás en una sesión de quimioterapia, si el doctor había hecho bien las cuentas me quedaban ahora 9 meses de vida. No era quisquilloso y ella, ella estaba esculpida por fuego, ardiente, intensa, era una flama, una brasa que te calentaba solo al verla pasar.
Pensé que era lástima, sí, la primera vez que me pregunté qué hacía ella con un moribundo pensé que era lástima, pero con el tiempo la conocí, era despiadada, ella no sentía empatía por nada, era incapaz de conmoverse por una enfermedad o una muerte, demasiado racional para entristecer o sucumbir por una vida que se extinguía.
Mi segundo pensamiento fue que lo hacía por diversión, que disfrutaba viendo cómo las fuerzas abandonaban mi cuerpo, que se entusiasmaba con la idea de ver cómo un hombre se transformaba en polvo, reduciéndose hasta desaparecer, pero no era una persona que guardara odios o rencores, no había en ella comportamientos sicóticos o sociópatas que me lo confirmaran.
La duda me mataba, bueno, en realidad lo hacía el cáncer, pero estaba perdiendo el control, me enloquecía no tener una respuesta para esa pregunta, estúpida pregunta que me rondaba desde la última vez que habíamos pasado junto a esa tienda en el centro, donde nuestras imágenes reflejadas en un gigantesco vidrio me recordaron que estaba muriendo, que era un saco de huesos, una carga, un puto enfermo.
Si no creyera que la conocía pensaría que era un juego, una apuesta o una burla, pero ella no presumía, no le importaba ganar las discusiones o probarle nada a nadie, pero la idea y la duda se esparcía más rápido que el cáncer, me comía los huesos. Habían vuelto las crisis y el miedo, pero no a morir si no a saber.
Al igual que a la muerte debía confrontarla; saber, necesitaba saber el porqué, pero Claudia era perspicaz, nunca permitía que la conversación avanzara, tenía unos labios que hacían que olvidara mis emociones, mis rabias, mis miedos con solo un beso, y cuando el sexo oral empezaba… bueno ahí muchas veces no recordaba mi nombre.
Pero había sido suficiente, el tiempo corría rápido y aunque en un comienzo me tranquilicé pensando no tenía nada de malo morir al lado de esa preciosidad, que pasaría mis últimos meses como un niño en un parque de diversiones, lanzándome de sus senos como en una montaña rusa, recorriendo sus caderas por horas como en un carrusel y lamiendo su coño, su hermoso coño como si fuera algodón de azúcar… Pero maldita sea, era un plan excelente hasta que había visto mi maldito reflejo.
–¿Por qué estás conmigo Claudia?–, pregunté de manera inadvertida.
–¿Importa?–, preguntó ella con tanta inocencia que estuve a punto de desistir, pero estaba decidido así que proseguí. –¡Claro que importa maldita sea!, llevo meses dándole vueltas a esta idea y me está matando, ¿entendés?, me está volviendo loco, me está robando el sueño, el apetito–
–Qué torpe que sos– respondió sin inmutarse, –te crees que era la enfermedad lo que me atraía de vos, sos un idiota, a esta altura deberías saber que todos están enfermos…, para serte sincera siempre pensé que solo aquellos que conocen la fecha de su muerte tienen la fuerza disfrutar de la vida… pero vos lo confirmás, son todos unos enfermos, unos idiotas, a todos les gusta más el saber que el vivir, hasta este día te amé, tan fuerte y tan real como tu cáncer, pero tu maldita curiosidad, tu estúpida pregunta y tu tonto miedo lo han arruinado todo–.
El golpe de la puerta fue seco, sonoro, tanto así que Claudia no escuchó cuando me desplomé, cuando mi
Corazón daba su último latido…