Aunque no lo había visto, aunque aún no sabía cómo lucía, y ni siquiera podía saber si encontraría allí a su compañero, Esteban no dejaba de sonreír. Conducía emocionado, habían pasado 41 años de su vida bajo el control de mujeres insensatas y poco prácticas, autoritarias y tras la firma de su divorcio y de pensarlo mucho por fin tenía la libertad para saldarse una vieja deuda.
Rumbo al refugio recordó cómo desde niño le fascinaba la idea; incluso con claridad recordó la primera vez que había deseado uno. Era marzo, una leve brisa pasaba por el corredor donde él jugaba y con delicadeza llevó rodando una maraña de vellos, pelos cortos y juguetones con los que se divirtió toda la tarde.
Ese día Esteban supo que quería su vida llena de pelos, pero su madre era tosca y reacia a la idea, se negó toda su vida, y él se lo echaría en cara el resto de la suya. Cuando viva solo, le dijo un día, no volverás a verme, porque habrá perros y gatos por todos lados en mi casa y verás que lo tuyo no eran más que pretextos para conservar intactas tus horribles porcelanas; tenía once años cuando lo gritó y nunca lo había olvidado. Pero a los 18 conoció otra maraña de pelos juguetona, los de Sofía, y lamerlos halarlos revolverlos y bañarlos fluidos lo había hecho perder; a ella por desgracia tampoco le gustaban los animales en casa.
Quince años de matrimonio se habían encargado entonces de que nunca hubiera podido darse gusto. Al entrar al refugio su corazón entusiasmado latía a un ritmo solo igualable por la cola de un perro, demasiado rápido para un hombre, y más para uno de su edad. Era tanta la emoción, que el hombre que no había llorado ni en su matrimonio ni en su divorcio, sintió los ojos llenarse de lágrimas.
—Buen día, —dijo la encargada, blanca pálida y con un pelo negro, largo y liso.
—Buen día, dijo Esteban ignorándola a ella y tratando de ver por encima de su cabeza hacia el lugar de donde venían los ladridos.
—Puedo ayudarlo en algo.
—Ya lo hizo Susana, ya lo hizo.
—Susana no sabía por qué él sabía su nombre, asumió que estaba en su carné como siempre. Pero la verdad era otra, Esteban llevaba muchos años con el anhelo dormido, pero cuando despertó comenzó a buscar refugios donde adoptar, y por descuido, la que debía ser una sorpresa de aniversario, y ante el último fracaso con Sofía de concebir, había decidido que iba a sorprenderla con un perro y un gato. La parejita que ella siempre había buscado, iba a llegarle, aunque en otras razas, no serían sus hijos, pensó él, pero la alegrarán, le cambiarán la vida, la amarán sin preguntas, sin regaños, sin discusiones, la amarán como yo no puedo amarla, mejor de lo que yo la amo, pensó. Buscando información sobre su refugio la había encontrado a ella, y dejó un día abierta la red social donde la había encontrado con su perfil, Susana tenía además la costumbre de siempre aparecer en las fotos con sus animales en adopción, y para desgracia de Esteban, Susana era una mujer hermosa, tenía esa esencia que a ningún ser humano deja tranquilo, un gesto, una posición corporal sugestiva, encantadora, provocativa, sus fotos llamaban la atención. Y Sofía apresurada lo escupió, cerdo, le gritó, degenerado, esa niña tiene la edad que deberían tener nuestros hijos, me das asco, no paraba de injuriarlo no escuchó razones, y Estaban ya no quería dárselas tampoco, su pelusa ya no era lo que había sido, el matrimonio estaba roto desde antes, pero no soportó esta última pataleta.
Esteban salió de su casa, buscó un abogado, y pidió el divorcio.
En medio de la investigación había contado la historia, presentado su caso y la juez había desestimado la petición de ella de quedarse con la casa y el carro. El prenupcial se mantendría ante la ausencia de adulterio.
—Cómo preguntó Susana.
—No viene al caso, dijo, puede mostrármelos por favor, toda la vida he querido tener uno al cual llamar Pelusa.
Los dos caminaron rumbo al albergue.