Prólogo de cocina.
El que sabe, sabe que todo sabe. Es una cuestión de tacto, intuición. No hay caldo, ni guiso ni arroz en el mundo que pueda repetirse o copiarse. Es, en cada uno, en cambio, una reversión, una reinterpretación del sabor que se busca, de la receta en la que las variables son, si bien no infinitas, sí incontrolables, por eso la cocina empieza en el caso de los más metódicos en la siembra, y de los más pragmáticos en el mercado.
No es lo mismo un tomate viajado, que fresco, ni en conservas que orgánicos. No es lo mismo uno grande a uno chiquito, mucho menos pueden igualarse verdes, rojos y pintones. No es lo mismo madurarse en el árbol que en papel periódico, se pierde algo vaya a saber si en la esencia o en la voluntad al madurarse biche. Incluso vaya uno a saber si lo bueno o lo malo viene de allí; lo cierto es que el cocinero debe intuirlo, debe notar las bondades de cada producto que trae, probarlo y olerlo, él más que nadie debe conocerlo porque está a punto de transformarlo, de darle otra voluntad. Pero las cosas cuando se sobreponen pesan y dañan. Quien cocina sabe, y sabe que todo debe integrare con sutileza, no solo añadirse, no es una suma, es más místico, es una alquimia donde se transmutan los ingredientes, donde se cambian y se alteran para darle un nuevo valor, un nuevo sabor, una nueva jerarquía a su composición.
Los comensales, si saben, saben que en la cocina hay mucho más que un procedimiento, que hay una idea sobre su plato, que hay una intención que varía entre cada estación de cocina, que muta en cada reinterpretación del menú. Por eso cuando se come, se hace mucho más que masticar.
Eso que el comensal disfruta y eso que el cocinero intenta, los une o los separa. Y es lo mismo que todos buscan en lugares diferentes, en un spa, en una noche de rumba, en un concierto, en un museo, en una noche de folle intenso, en un porro, en una cerveza, en un retiro espiritual, en una misa dominical, la confirmación, la esperanza de que todo ha valido la pena, los sacrificios, los esfuerzos.
Eso, ese no sé qué, que tienen las personas que nos gustan o no, ese me da buena espina, esa intuición que te recorre y te hace confiar, esa elegancia natural que hace que una persona muestre clase y no solo plata, eso que se llama porte, aura, karma. Eso es sazón, la capacidad de darle alma a un ingrediente, el poder de darle sentido a algo que de lo contrario sería un orden mecánico, caprichoso y a veces aleatorio en la preparación de la comida.
Es necesario y el que sabe, entiende, que no solo es por su juicio sino por una lógica mayor, un orden ancestral y astral, un postulado físico espaciotemporal inviolable. Todos tenemos sazón, criterio alimenticio, y este puede variar, pero aquellos que saben concuerdan en las reglas básicas, en los patrones, en los deberes. Porque cuando todo es percepción la realidad se desdibuja, por eso es necesario comprender que la ley de los números grandes no busca acercarse a la realidad sino alejarse del error, pero para que sea funcional las sutilezas son contundentes; al final siempre lo son, como el emplatado, como la pizca de sal, de gusto, de sabor y de buen tino, sin esa sazón, nada es posible, ni tiene sentido, sin esa base TODO se pierde.
El que sabe, sabe que tengo razón. El que sabe, sabe que el cereal va primero y la leche después, que la sal al gusto no contempla la hipertensión, que el azúcar nunca debe endulzar la comida sino desamargarla, que el romero y el tomillo acompañan para aromatizar, pero no para esconder ni mermar, que el toque, es solo un toque, que todo lo que es mucho no marida, sino que satura.
La sazón es gusto, pero no al gusto.
Brutal. Me identifico con «…todo lo que es mucho no marida, sino que satura.». Excelente cuento.
Gracias por por pasarte y por el comentario.
Un abrazo.