Desde niño había digamos aprendido que el llanto era gravedad y silencio, desesperación; tendría entre seis y siete años, el teléfono sonó y mi madre al contestarlo rompió en un llanto silencioso, una pesada y larga aspiración que parecía convertirla en una bomba hidráulica, porque el aire que entraba, desplazaba con fuerza las lágrimas que habían dentro de ella. Un tío suyo, de ella, había muerto, yo no lo conocía, mi hermana parece que sí, ella también lloraba. Yo, no entendía nada, era solo silencio, y me sentía mal, pero no sabía si era porque no me sentía mal con la noticia, como si hubiera algo malo conmigo por no llorar, así que fingí, aprendí también que cuando un hombre no puede llorar golpea, y cambié las lágrimas por manotazos al suelo en una pataleta fúnebre.
También aprendí de niño que los niños no lloran, parece y siga que no pasó nada… por eso a mis siete cuando me operaron de las amígdalas estando resfriado nunca derramé una lágrima, la garganta ardía en cada estornudo, y la inundación siempre lograba amenazar en mi párpado, pero nunca cayó ni una gota, tampoco cuando desde los ocho hasta los 14 años la calcificación en mi rodilla aprisionaba y pellizcaba los nervios contra la rótula ante cualquier contacto, muchísimo menos cuando Barrabás golpeó mi espalda en un entrenamiento de rugby e hizo que mis 110 kilos taclearan el pavimento destruyendo algo que nunca sanó. No, yo con esos dolores sabía lidiar.
Tardé en poder traducir el dolor en razones, pero a medida que crecí comprendí que era el quedarse en blanco, sin reacción lo que realmente duele, la impotencia es el único y verdadero dolor. Todo lo demás son maricadas. Dolor fue lo que gritaba cada llanto en el que no suena un solo quejido: el del hombre en corrientes que caminaba frente a mí y se desmoronó con el celular en su oreja, consciente o semiconsciente de su pecado, se arrinconó pronto contra un edificio y con los ojos inyectados de sangre y una rabia hambrienta, se mordía los puños mientras se lavaba la cara con su llanto. Dolor el que sentí la primera vez que escuché que me decían «Lo siento, no va a funcionar», y dolor la primera vez me fui sabiendo que sí lo harían.
Pero el peor dolor fue el de saber que iba a morir, a los 15 años, nunca otro dolor fue tan grande, 15 años, aún virgen e iba a morir, que por mucho estómago que tuviera para vivir, no tenía el suficiente corazón, que un solo que tuve desde niño volvía como un ventarrón, como un huracán a llevárselo todo a la mierda, a la tumba.
Lo supe a las dos de la mañana, un domingo en una pieza de hospital en la que me despertó un llanto ahogado, un sollozo lleno de rabia del hombre que había considerado yo, era de piedra, mi padre, su llanto desesperanzado solo podía tener una explicación: yo me moría. Lo contemplé en silencio y pensé… me voy a morir. No dije nada, no quería que supiera que lo había visto romperse en mil pedazos, no quería que supiera que había roto su propia regla, los niños y los hombres no lloran, y sobre todas las cosas no quería que supiera que yo sabía porque iba a mentir.
El dolor de la muerte me acompañó toda la madrugada, el nudo en la garganta, las lágrimas creando un pequeño oleaje en mis pupilas, pero aún contenidas, el tiempo casi en pausa pasaba sin tocarme, como si me preparara para una eternidad en la que ni siquiera creía. Cuando por fin pasaron las horas, y llegó mi hermana y supe que podría desanudar la garganta y decirlo todo.
Mi padre abandonó el cuarto y ella entró:
—te quiero—, le dije por fin al estar solos, eso entre hermanos adolescentes siempre es señal de problemas —¿qué pasa? — me preguntó —me voy a morir—, le dije y ella sonrío como se ríe quien sabe algo que uno ignora, —por qué decís eso— y le conté del llanto, de mi padre, su padre, de esa mole de cejas fruncidas convertida en un llanto desolado, de la madrugada más larga del mundo desde que dios olvidó crear el sol durante los primeros 3 días de la creación, que no lo negara, que lo confesara y me permitiera confirmar que sabía…
Su carcajada fue estruendosa, si el llanto y el dolor es silencio, la felicidad es algarabía, eso explica muy bien a los costeños, —güeba— dijo —no te vas a morir, es que ayer el hospital llamó, intentó lavarse las manos con la preexistencia del solo y le dijeron a mi papá que la cuenta superaba los 50 millones de pesos, pero ya quedó arreglado, son dos vales, y vos: fue un síncope, hoy te dan de alta—
Dolor el darse cuenta que mi papá no lloraba por plata y no por mí.