Con solo 5 años, Gustavo escuchó: —Al final del túnel se ve una luz y después de la luz, la muerte. Hablaban dos amigas de su mamá con una naturalidad desobligante frente a su ingenuidad. Un niño cree en los reyes o en papá Noel, incluso hay algunos que creen en un palo que caga regalos; y ni hablar de los mitos, leyendas o de la facilidad con la que aceptan otras mentiras menos coloridas, como la de que ver la televisión de cerca, deja los ojos cuadrados, o que practicar la meditación y autocontemplación conlleva a que las palmas de las manos se cubran de vellos. Y sabiendo, pero sin ser conscientes de que esa ingenuidad crédula las escuchaba, continuaron hablando e inventando a ritmo de chisme, que en ese túnel se veía toda la vida frente a los ojos, que Jaime, el guapo del pueblo, había dicho mientras se moría en las manos de Rosita, la muchacha de moral distraída, que había visto todo, pero no solo su vida sino todo mientras se moría.
Y cada que una terminaba la otra decía sí sí. —Yo supe también por Carlota, la sobrina del cura, que él cuando va a darle los santos óleos a los moribundos, siempre hablan del túnel, de la oscuridad que los rodea, de cómo todo se queda en silencio y se quedan asolas con sus pensamientos, y empiezan a recordar sus momentos felices, su vida de niños, los regalos, los abrazos, lo cuentan todo todito, se arrepienten, lloran.
Gustavo escuchaba con los ojos bien abiertos. Porque los niños impresionables no escuchan solo con las orejas sino con los ojos, los abren, tan grandes como pueden porque en cada palabra escuchada imaginan, construyen una realidad donde existe de manera diferente eso a lo que se ha expuesto; diferente, porque no entienden las metáforas ni las ironías, porque detectan las mentiras no la exageración. Él no comprende que esas dos viejas están inventando y mezclando todas las historias que han escuchado, no se imaginan que nada de lo que han dicho no es más que una anécdota, él escucha y crea un universo donde todo existe tal y como lo comprende.
La madre no lo sabe. Gloria no se ha enterado de que Estela y Jimena hablaron frente a Gustavo del fin de la vida, del túnel y de la luz, no ha tenido tiempo para desmentirlas y explicarle, ella no se imagina que Gustavo a sus 5 años piensa ya en la muerte, y no como algo que sucede como una consecuencia final ante un evento traumático, una enfermedad o el paso del tiempo. Gustavo no tiene la suficiente consciencia para entender que la muerte no llega de repente, sino que se anuncia, se enuncia, que tiene síntomas, que la muerte es un casino donde todos pierden, que no es cuestión de suerte, sino de probabilidades, y que a sus 5 años ni siquiera la muerte lo tiene muy en cuenta, no desde que casi erradicaron el polio, y desde que se inventaron las vacunas, que la tasa de mortalidad infantil en niños de 5 años es insignificante. Ella no lo sabe, por eso va feliz a decirle a Gustavo que haga sus maletas, que viajan al medio día, que van a conocer el mar.
El mar, la palabra retumba en su cabeza. Lo ha visto en películas, en fotos, los colores azul y verde se extienden, Gustavo sonríe, está emocionado, corre, empaca todo, y no puede creer en su suerte. El mar. Escucha las olas en su cabeza como las ha escuchado en el televisor, y corre de la mano de su madre a la calle del pueblo por donde pasará el bus, se montan emocionados, entregan sus tiquetes, y sonríe, la madre va mostrándole todo.
Mira el cerro, la sierra, mira las vacas, el río, mira la moto el carro, y con cada señalamiento ríe, juega, se alegra. —Mira, vine el túnel…