Era una mujer jovial, de una risa continua y estridente, alborotada como su cabello y a todas luces encantadora, le gustaba decir que era una sorpresa constante, y en verdad lo era, incluso para ella, cada día encontraba su propio camino y a cada hora un nuevo viento para ir hacia algún lugar o hacia otro, la vida era una posibilidad irresistible, un antojo, un deseo… un arrebato, como su peinado.
De repente llega un mensaje, hace cosquillitas en la entrepierna, de la nada otro no quiero que vengás hoy a dormir, boté tu libro, se me olvidó subir el mercado, salimos de viaje a las 6… así súbitos, sin pistas, inminentes, toda su vida diurna transcurre en un movimiento imposible de predecir o seguir. Ella baila sola, la compañía le viene bien para una o dos canciones, pero después cambia el ritmo, la cadencia, los pasos, solo quiere moverse, desbordarse y entonces no hay pareja que le sirva.
Él era astuto había aprendido con el tiempo que el agua tiene un flujo que no puede controlarse, que los caudales encausados suelen matar la vida, que canalizarla sería lo mismo que perderla porque ya no habría arrollo, ni rápidos, ni cambios, nada de torbellinos ni de piscinas naturales, nada de ella, así que no procuraba cambiarla, y se sentaba a lo lejos cuando ella cambiaba el paso, ya volverá pensaba él si ha devolver se decía a si mismo. A él le gustaba pensarse como un gato, cariñoso cuando se le antojaba, pero cauteloso, cariñoso en la seguridad de la intimidad pero apenas perceptible delante de los demás, así que su relación iba bien sobretodo cuando nadie los veía.
Eran casi exiliados voluntarios, haciéndose compañía en los lugares adecuados, abrazándose, besándose, y curándose las heridas más profundas, con la fuerza justa, con el ritmo justo hasta que llegaba la noche, ahí ambos perdían la guerra contra sí mismos, ella queriendo desconectarse del mundo, apagar pantallas, aislar sonidos, él extendiendo el día, golpeando teclas, jugando y corriendo como un gato a la media noche de un lugar para otro, queriendo leer, cocinar, escuchar música o ver televisión, deseando robarle al día un poco de su vida como lo había hecho la oficina con él y entonces en ese ying y yang que en el día encontraba el equilibrio, en la noche se transformaba en la guerra, y como toda guerra tenía daños colaterales.
Platos, ollas, cenas, botellas de vino sin empezar o sin terminar volaban, cada noche peor, cada noche más oscura, más larga… al final ambos sucumbían al cansancio, y dormían, eso y el aceite de CBD que él usaba para cocinar, eso y el vino que ella tomaba siempre con la cena, eso sumado a las pastillas que ambos tomaban ya en su habitación.
Al despertar, era extraño, el sol a ella le dibujaba una sonrisa, el café a él le despertaba las ganas, follaban cada mañana hasta sacarse la rabia, se mordían, se escupían, se castigaban por su comportamiento del día anterior y al mismo tiempo se complacían a un nivel que siempre los dejaba extrañándose, su intimidad cómplice, su pacto secreto lo sellaban cada mañana viniéndose el uno sobre el otro.
Dictadores de las sábanas, se miraban, se reían, veían la cama desajustada, lejos de donde había empezado la faena, la estamos torturando, pensaban deberíamos pasarla a mejor vida… bromeaban, y cansados se alejaban el uno del otro.